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El exilio
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El exilio
A tal día de 8 de noviembre, una de las ingrávidas tardes otoñales en que la humedad, en barrena desde la tersa esponjosidad de cumulonimbos que, como ejército paciente, maiestático, hinchado de sol, en formación, yo, ovejablanca, blandí con mano trémula (nótese que nunca tuve buen pulso) un paquete de precocinado arroz a banda, marca Hacendado —cuyo sabor concentrado e intenso huelga su recomendación— e de inmediato lo introduje en el vértigo centrífugo del microondas, tan familiar y no obstante sospechoso por cuanto dispensa rayos peludos y radiaciones invisibles para quien no tenga Gafas Especiales, como es mi caso; en suma una de las innúmeras vertientes del milagro cotidiano de la materia. Así, en hipnagógico marasmo, mientras la fecunda circunferencia radiactiva rotaba, rotaba, rotaba... y mientras más abajo, por entre las calles estrechas y aún por pavimentar, arremolinábanse los niños que, con sus hocicos vulnerables y feroces, arrasados de sudor congelado y mocos cimbreantes como estalactitas, rasgaban el aire untuoso con proyectiles y berridos de soprano rezumantes de competitividad... Entretanto: el arroz estaba listo y en su punto. Arrimé mis morros a la masa caliente y olorosa de la que saltaban, aquí y allá, jirones de calamar y mero, gambitas y bacalao que mi tenedor zambullía de nuevo en el granuloso empíreo —era el tiempo del Aliño— y, como quien exprime deleites sin parangón al husmear prendas íntimas femeninas, ya sudadas, cerré los ojos y conocí a Dionisos, a partir de lo cual dejé que me guiara. Quien se ampara en su signo no camina, no trabaja, no organiza, no se arrastra: levita sobre la Tierra. En detrimento de esta singular revisión del Pecado Original nosotros —los dionisíacos, los siempre-nómadas, los hormigueantes y anatemizados sátiros— acusamos un reblandecimiento de nuestra substancia, que oscila entre los estados líquido y gaseoso, que rezonga y huye, que jadea como una sábana tendida al viento, polimórfica, casi etéreo. Como correlación de lo cual ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta quién era, ni dónde estaba; ni abrigaba la ilusión de perdurar. Pisadas sordas que no dejaban huella ninguna; atroces homicidios nunca cometidos, amores no prodigados: estas y otras eyaculaciones (balance de la túrbida vida que nos subvertía y escapaba como aire comprimido y oneirógeno de nuestro seno) no arrastraban reflejo o resonancia, se desgarraban en balde contra el rompeolas impermeable y mítico de la Realidad como zarpas vistas a través de un vidrio ahumado y opaco. Comí una cucharada. Comí otra. Y, para cuando mi lengua prospeccionaba el contenido de la tercera, apercibí un je-ne-sais-quoi de luctuoso, sí, como si una sorda campana de latón tremolara en el cielorraso de mi conciencia. En efecto: al acceder a mi cuenta vi que había sido justamente baneado. El estómago, quimérico y ciliar, se cerró sobre sí mismo, selló esfínteres y compuertas y adoptó la fugitiva forma del exilio. El hecho (harto pavoroso para ser reproducido frente a tribunales) no sólo me arruinó la delectación del arroz levantino sino que desde entonces he sido incapaz de probar bocado; así, he perdido un balance neto de 68kg en lomos, coronilla y patas, amén de otros refectorios de grasa indispensable para arrostrar el crudo invierno meseteño.
Hoy, en cambio, 18 de noviembre, una luz ha hendido mi horizonte. Como cada día, recién despierta y espulgada, enciendo el ordenador (cuyas entrañas me saludan con su legañoso ronroneo) e, imaginen, ¡cuál no será mi júbilo al constatar que mi baneo ha expirado! ¡Gracias, ovejanegra, pío y ecuánime justiciero! ¡Gracias a todos los fobiquitos que lo habéis hecho posible! Ya, entre tajadas de tocino y queso manchego*, el oprobioso recuerdo, ayuno de los días y las noches sin remisión ni esperanza-de, ciñe la textura de una pesadilla cada vez más distante, engullida como un tren por la bruma de la Historia.
Quiero que esta crónica, por lo demás oscura y penosa, sirva a los demás como palimpsesto de que
SÍ SE PUEDE**; de que nada (ni siquiera el dolor: por más que se insinúe lo contrario en las trilladoras y bajos fondos de la depresión) es ilimitado y de que, si aguantas, si arrumbas la soga y deslegitimas la cuchilla, es cuestión de Tiempo que seas conminado a aguas más plácidas —a atardeceres de un fucsia que exulta por entre palmeras alineadas, a caderas enfebrecidas en danzas abstrusas, a concubinas broncíneas y aves del paraíso —impreso en su plumaje el relumbre de tu aventura.
Porque la vida es una aventura. Y a quien diga que no le parto la cara. Primer y último aviso.
*
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Hoy, en cambio, 18 de noviembre, una luz ha hendido mi horizonte. Como cada día, recién despierta y espulgada, enciendo el ordenador (cuyas entrañas me saludan con su legañoso ronroneo) e, imaginen, ¡cuál no será mi júbilo al constatar que mi baneo ha expirado! ¡Gracias, ovejanegra, pío y ecuánime justiciero! ¡Gracias a todos los fobiquitos que lo habéis hecho posible! Ya, entre tajadas de tocino y queso manchego*, el oprobioso recuerdo, ayuno de los días y las noches sin remisión ni esperanza-de, ciñe la textura de una pesadilla cada vez más distante, engullida como un tren por la bruma de la Historia.
Quiero que esta crónica, por lo demás oscura y penosa, sirva a los demás como palimpsesto de que
SÍ SE PUEDE**; de que nada (ni siquiera el dolor: por más que se insinúe lo contrario en las trilladoras y bajos fondos de la depresión) es ilimitado y de que, si aguantas, si arrumbas la soga y deslegitimas la cuchilla, es cuestión de Tiempo que seas conminado a aguas más plácidas —a atardeceres de un fucsia que exulta por entre palmeras alineadas, a caderas enfebrecidas en danzas abstrusas, a concubinas broncíneas y aves del paraíso —impreso en su plumaje el relumbre de tu aventura.
Porque la vida es una aventura. Y a quien diga que no le parto la cara. Primer y último aviso.
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ovejablanca- Usuario Destacado
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